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 Un corazón sin fronteras VII (final)

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MensajeTema: Un corazón sin fronteras VII (final)   Un corazón sin fronteras VII (final) EmptyJue Jul 24, 2008 1:27 pm

Capítulo VII

Un hombre y un santo para todos los tiempos

Estamos cerca del final de nuestra historia. Marcelino continuó luchando hasta su muerte por conseguir la autorización de sus hermanos, realizando viajes a París, recorriendo uno tras otro despachos oficiales. En ocasiones recibía contraofertas a cambio de la aprobación: por ejemplo, restringir las escuelas de los hermanos a determinadas áreas geográficas o limitarse a la presencia en localidades de no mayores de 1000 habitantes. El fundador no estaba dispuesto a hacer tantas concesiones. Al final las gestiones fracasaron.

Aquel ansiado reconocimiento oficial llegaría en 1842, dos años después del fallecimiento de Marcelino. Esto sucedió cuando los hermanos de la Instrucción Cristiana del padre Mazelier, que estaban en la diócesis de Valence, se unieron al grupo de Champagnat. Al ser admitidos en los Hermanos Maristas, ellos aportaron su autorización legal que les validaba en tres departamentos. Sin ser del todo lo que hubiera querido Marcelino, al menos era un principio.

El Instituto continuaba expandiéndose, pero el fundador no quería sobrecargar a los hermanos ni apurar sus recursos hasta el límite. En 1837, por poner un caso, el padre Fontbone, que había sido capellán del Hermitage y ahora estaba misionando en San Luís de Missouri, escribió pidiendo refuerzos para su obra. Marcelino le respondió a vuelta de correo: “Todos los hermanos sintieron envidia de los que elegimos para ir a Polinesia… Gustosamente enviaríamos otros para colaborar en América si nos fuese posible”. Oceanía seguiría siendo la única misión de ultramar durante unos cuantos años.

Marcelino estaba admirado del desarrollo de la obra marista en su conjunto. Una vez dijo a sus compañeros sacerdotes: “Los que estamos en el comienzo de esta obra no somos más que piedras toscas arrojadas en los cimientos. No se usan piedras labradas para esa función. Hay algo maravilloso en el origen de nuestra Sociedad. Lo que sorprende es ver que Dios quiso servirse de tales personas para llevar a cabo su trabajo”.

Marcelino enferma

En el transcurso del año 1839 el fundador sufrió serios quebrantos en la salud. Desde aquel primer período de enfermedad que le sobrevino en 1825 no había dejado de sentir dolores en el costado. Aquello degeneró en inflamación de estómago que le provocaba frecuentes vómitos. El hermano Juan Bautista escribiría posteriormente que, a la vuelta de sus gestiones en París, en 1839, “era patente que su fin se acercaba rápidamente”.

El padre Colin, Superior general de los Padres Maristas, preocupado por el deterioro físico de Marcelino, dispuso que se hiciera votación para elegir un sucesor del fundador. Resultó elegido por mayoría indiscutible el hermano Francisco, aquel que a los diez años había asistido con su hermano mayor a una de las lecciones de catecismo de Marcelino. Los hermanos Luís María y Juan Bautista fueron elegidos asistentes suyos.

En los meses siguientes el fundador fue empeorando progresivamente, y a partir del 3 de mayo ya no pudo celebrar la misa en la capilla. Sintiendo que le quedaba poco tiempo de vida, hizo que le llevaran a la sala de comunidad y se dirigió por última vez a los hermanos, que se habían reunido allí. Aquellos jóvenes a duras penas podían ocultar la emoción que les embargaba, tanto era el afecto que sentían por el sacerdote que había sido un padre para todos ellos.

El fin

La muerte sobrevino a Marcelino una mañana de sábado, temprano. Era el 6 de junio de 1840. Los hermanos habían permanecido en vela toda la noche. El padre falleció al amanecer al tiempo que ellos hacían su oración de comienzo de la jornada.

Dos días después su cuerpo recibía tierra en el cementerio del Hermitage, no lejos del emplazamiento de la pequeña Capilla del Bosque. Su Testamento Espiritual, escrito no de propia mano pero que manifestaba los sentimientos de su corazón, había sido leído delante de todos tres semanas antes, el 18 de Mayo. En él, Marcelino pedía perdón a quienes pudiera haber ofendido, expresaba su lealtad al Superior de los Padres Maristas y daba gracias a Dios por otorgarle la gracia de morir como miembro de la Sociedad de María. Seguidamente dedicaba su atención a los hermanos.

No había asomo de superficialidad en el fundador. Vivía apasionado por el evangelio. No es de sorprender, por tanto, que la obediencia y la caridad fueran las dos virtudes que recomendaba a sus primeros discípulos en aquel testamento. Después de todo, eso es lo que constituye la base de una comunidad. La obediencia es el pilar, el amor entrelaza las demás virtudes y las hace perfectas. El amor no tiene límites. Marcelino amaba a sus hermanos, y deseaba que ellos hicieran lo mismo entre sí.

A lo largo de su vida se le oyó decir repetidamente: “Para educar a los niños, hay que amarlos, y amarlos a todos por igual”. La virtud de la caridad, por consiguiente, habría de ser no sólo el fundamento de la comunidad sino también un carácter distintivo de evangelización y educación al estilo marista. El mismo camino que había recorrido María con Jesús tenía que ser ahora el de todos aquellos que iban tras el ideal que había cautivado el corazón de nuestro cura rural y sus primeros hermanos.

El fundador advertía igualmente a sus discípulos contra toda rivalidad manifiesta hacia las otras congregaciones y completaba su testamento con una síntesis de la espiritualidad de los Hermanitos de María. El ejercicio de la presencia de Dios, les decía, es el alma de la oración, de la meditación y de todas las virtudes. Que la humildad y la sencillez sean la característica que os distinga de otros. Manteneos en un espíritu recio de pobreza y desprendimiento. Que una tierna y filial devoción a nuestra buena Madre os anime en todo tiempo y lugar. Sed fieles a vuestra vocación, amadla y perseverad en ella con entereza.

Marcelino se tomó muy en serio la Buena Noticia de Jesús. Fue un hombre santo porque vivía el acontecer de cada día de una manera excepcional y hacía las cosas ordinarias con extraordinario amor. Ya que se le había concedido descubrir el gozo que emana del evangelio y su fuerza transformadora, quería igualmente compartir con los demás, sobre todo los jóvenes, todo lo que él había visto y oído.
El mundo al que vino Marcelino Champagnat en 1789 estaba comenzando a estremecerse con movimientos de cambio. El mundo que dejaba cincuenta y un años más tarde había conocido la guerra y la paz, la prosperidad y la penuria, la muerte de una Iglesia y el nacimiento de otra. Hombre fiel al espíritu de su época, llevaba dentro de sí la grandeza y las limitaciones de la gente de su generación. El sufrimiento templó su espíritu, las contrariedades le fortalecieron, supo caminar con decisión y la gracia de Dios le ayudó a seguir la llamada contra viento y marea.

Marcelino Champagnat, sacerdote de la Sociedad de María, Superior y Fundador de los Hermanitos de María, o Hermanos Maristas, apóstol de la juventud y ejemplo de cristianismo práctico, fue un hombre y un santo para su tiempo. Y lo es también para el nuestro

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